martes, 25 de diciembre de 2007

A Belén pastores (apócrifo de madrugada)

Del Evangelio de Lucas. En aquel tiempo, salió un decreto del emperador Augusto, ordenando hacer un censo del mundo entero. Éste fue el primer censo que se hizo siendo Cirino gobernador de Siria. Y todos iban a inscribirse, cada cual a su ciudad. También José, que era de la casa y familia de David, subió desde la ciudad de Nazaret, en Galilea, a la ciudad de David, que se llama Belén, en Judea, para inscribirse con su esposa María, que estaba encinta. Y mientras estaba allí le llegó el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en la posada. En aquella región había unos pastores que pasaban la noche al aire libre, velando por turno su rebaño. Y un ángel del Señor se les presentó; la gloria del Señor los envolvió de claridad, y se llenaron de gran temor. El ángel les dijo: “No temáis, os traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”. De pronto, en torno al ángel, apareció una legión del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo: “Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor”. Cuando los ángeles los dejaron y subieron al cielo, los pastores se decían unos a otros: “Vamos derechos a Belén, a ver eso que ha pasado y que nos ha comunicado el Señor”. Fueron corriendo y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que les habían dicho de aquel niño. Todos los que lo oían se admiraban de lo que les decían los pastores. Y María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón. Los pastores se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y oído; todo como les habían dicho.

Pero no todos los pastores hallaron aquella noche el establo donde adorar al Mesías esperado. Velaban por turnos el rebaño y uno de ellos, el más joven, Daniel, no se encontraba en la tenada que acogía la duermevela de sus compañeros cuando se les presentó el ángel del Señor. El rebaño estaba revoltoso aquella noche y le tocó ir en busca de unas ovejas que se habían alejado. Como el anuncio del ángel fue tan sobrecogedor, los otros pastores no pudieron menos que correr hacia Belén, olvidando por un momento al ausente Daniel. Ya se lo contarían a la vuelta. Y así hicieron. Pero Daniel se negó a tomar en serio la narración fantástica con que le querían justificar las horas en Belén. ¡Él había batallado con los animales y sus compañeros más veteranos, mientras tanto, abandonando al rebaño y divirtiéndose en Belén! ¿Y además querían hacerle creer que el libertador de Israel había nacido en un establo? ¡Imposible!

Pasaron varios días en que Daniel persistió en su enfado, y se negaba repetidamente a acudir hasta donde, según contaban, permanecía el que llamaban Mesías. Por fin, la insistencia de los otros pastores, que no dejaban de dar gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y oído, convenció a Daniel, y se encaminó hacia Belén. Llegado a las cercanías del lugar sintió algo que nunca antes había sentido. Era como si estuviera entrando en un palacio al pisar aquella tierra pobre. Como si el olor del ganado fuera perfume de los templos y el vocerío de los muchachos, palabra de los profetas. Pronto supo cuál era el establo en que aquella familia había recibido a su primogénito y tímidamente entró. Apenas dio dos pasos, contempló a una mujer joven, muy joven, más joven que él, sosteniendo contra su pecho a un recién nacido, plácidamente dormido. Daniel cayó de rodillas y acertó a decir: "Señor mío y Dios mío". La joven madre, que se llamaba María, guardó también esto en su corazón.

Una noche de invierno, muchos años después, antes de que partiera hacia Persia para anunciar el Evangelio, María confió esta historia al apóstol Tomás, hijo póstumo de Daniel, quien pasó la Nochebuena apacentando un rebaño disperso y el resto de sus días, que fueron ya escasos, adorando al Señor Jesús, el Mesías que esperaba.

6 comentarios:

Alberto dijo...

Preciosa historia. "Señor mío y Dios mío". Cuantas veces es necesario repetir esas palabras. Una y otra vez.

Un fuerte abrazo.

Ana Pedrero dijo...

¡Qué bonito, Tomás!. Tu crees que es de verdad un apócrifo??

Alberto Esteban dijo...

Felices fiestas amigo Tomás y ánimo con el MIR. Ya verás como 2008 te traerá todos tus deseos. Un abrazo!!

Lucano dijo...

Abrazos de vuelta para ambos Albertos.

Berrendita, apócrifo por oculto. Era un secreto de María, después de Tomás... y ahora ya es de todos, así que, vale, ha dejado de serlo ;-) En Nochebuena suceden este tipo de cosas.

Anónimo dijo...

Es de las entradas que más me han gustado y disfrutado, ¿será porque la he comprendido en su totalidad? jeje.
Por favor sigue sorprendiéndonos así.
Besos

Lucano dijo...

Jo, pero si no escribo tan raro, Arnea ;-) Me alegra que te haya gustado. Más besos.