... si hay dolor como su dolor.
Venid y ved a María
de las calles estrechas
y la sangre estancada
de los estrechos corazones.
Venid a su corazón ensanchado
por la espada en siete batallas
de amor, a su alma atravesada.
Vedla y que os traspase.
Que trata de por qué dejar entreabierto el tercer cajón, de cómo ser más feliz y de otros casos que recordar sí quiero
A otra cosa. Esta noche se despide del público una de esas voces que son como de la familia, la de José Ángel de
Lo reconozco y me duelo por ello. La otra noche cometí una "penosa negligencia", también yo. Para arrojar luz sobre un debate en el foro de Semana Santa publiqué un documento del archivo de
Los Carmelos de mediado el siglo XVI nada tenían que ver con la vieja regla. La "doña" Teresa de Ahumada en poco se parecía a las otras "doñas", vacías del Amado y llenas de vanos amores, de chismes que fluían entre la amurallada Ávila y el Convento de la Encarnación. La vieja Castilla abierta al Nuevo Mundo se encendía en la hoguera, oficio del poco santo Santo Oficio. Hoguera de vanidades y de miedos era el claustro, llama de amor viva la celda de Teresa extasiada y derretida.
Tengo a un buen amigo a 3,2 ºC bajo cero susurrándole a las petunias que "hace un frío...". Esta noche no cumpliremos tampoco el pacto de las 00:30 y me dormiré pensando en el hombre que susurraba a las alegrías las amarguras de la Semana Santa, que revisa la maquinaria imperfecta de un invernadero donde baja la temperatura décima a décima, que con sus "hola a todos" aumenta la del foro bombilla a bombilla, como las de Edison y su esquina de largas despedidas, que hasta le dedican "escritos en la piel" y se deja la piel lo que no está en los escritos...
Hubo una vez un joven que siguió a Jesús cuando más peligroso era hacerlo, cuando le había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre y nos amó hasta el extremo de dar la vida por nosotros.
El joven se encuentra con Jesús en la oración del huerto.
Desconcertado por su aparente debilidad y admirado por su entregada oración, le ve venir envuelto en una marea verde y blanca, sobre las aguas terrosas de Getsemaní. Las rodillas contra el suelo. La sangre confundida con el sudor y con las lágrimas. La vigilia de un hombre y el sueño de muchos.
El joven, todavía impresionado por la angustia de Jesús, pronto tuvo respuesta a sus preguntas. En apenas unos minutos, el galileo estaba encadenado y abandonado por los suyos. Un impulso irrefrenable empujó al joven a dejar su escondite y seguir de cerca la comitiva, armada con espadas y palos para custodiar al más pacífico de los prisioneros. Parece que él también les resultó peligroso: “Lo atraparon, pero él, soltando la sábana, escapó desnudo”.
El joven se encuentra con Jesús en la flagelación.
Ha quedado con unos amigos para dar una vuelta y les ha pillado la procesión en la Plaza de las Agustinas. Los capirotes azules de la Vera Cruz se confunden con el cielo despejado de una preciosa tarde de primavera. Los niños devoran barquillos, algunos grupos atraviesan la hilera de cofrades y las abuelas hacen comentarios de desaprobación pero nadie les hace caso. El joven ve que sus amigos pretenden incrementar el mosqueo de las abuelas, pero decide permanecer quieto, en su tercera fila, mientras se aproxima el paso del culo colorao, el mismo que de niño era su preferido cada Viernes Santo, cuando no tenía que pagarse los barquillos, o incluso hace un par de años, cuando pagaba sus barquillos y los de la novia.
Era maltratado, y no se resistía ni abría su boca; como cordero llevado al matadero, como oveja ante sus esquiladores, no abría la boca.
Jesús se lo dice todo con la mirada tierna y el silencio elocuente. Le deja claro que no ha de avergonzarse de sus preguntas ante aquella escena de una tortura moldeada en la madera que se abre paso entre abuelas indignadas y migas de barquillos por el suelo. Le invita a ir en busca de sus amigos y traerlos junto al paso, y entonces contarles la buena noticia de que Cristo vive hoy entre nosotros y nos está diciendo que no pasemos de largo ante Él. Es decir, ante todo aquel que necesita que tú, que yo, le miremos y sin decirle nada, se lo digamos todo. Ante todo aquel que nos pide a gritos sin abrir la boca que le liberemos de la esclavitud de su columna y pueda abrazarse con nosotros a la libertad de la cruz.
Todos nosotros, como ovejas, andábamos errantes, cada cual siguiendo su propio camino. Y el Señor ha hecho recaer sobre él la perversidad de todos nosotros.
Tomás preguntó: “Señor, ¿cómo vamos a seguirte si no sabemos adónde vas?”. Y Jesús respondió: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”.
El joven no se explicaba la sucesión de los acontecimientos: el sufrimiento del huerto, la sangre de los azotes, y Pilato mostrando a la muchedumbre a un Jesús desfigurado, buscando quizá conmoverla y salvar la vida de aquel pobre hombre.
Despreciado, desecho de la humanidad, hombre de dolores.
He aquí el hombre.
Mezclado con la turba, el joven se sentía pequeño, desarmado de razones, desbordado por la realidad de los hechos. Era reo de muerte el que resucitaba a los muertos. Era carne de cruz y todos, casi todos, aclamaban la condena.
El joven se encuentra con Jesús en su presentación al pueblo.
Contempla el Santo Entierro desde un balcón de la calle Libreros, un primer piso, a la derecha las Escuelas mayores y las menores, a la izquierda la Pontificia. Suele ver la procesión grande en la Compañía, que está muy bien, desde luego, pero este año se la deja a los pregoneros de la Semana Santa y se presenta en el piso de sus tíos, que hay que aprovecharlo al menos una tarde al año. La altura le obsequia con una perspectiva muy particular que le sobrecoge hasta encogerle cuando transita ante el moderno balcón de sus tíos un balcón del siglo XVIII, el balcón de Pilato convertido en humilladero de un hombre que dice ser Dios. Jesús sufriendo el dolor del hombre y sobreviviendo por el amor de Dios. Esto no lo había visto tan claro en la Compañía. Esto no lo había aprendido de los más nombrados catedráticos en las aulas que llenan Salamanca a uno y otro lado del balcón. Esto no se lo ha desvelado ningún ensayo de laboratorio ni lo ha descubierto en ningún archivo.
En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra era Dios. Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros.
Esto se lo está confesando el mismo Cristo que descubre abajo, en la calle, entre los hombres, en la lección magistral del amor de Dios derramado desde el principio de los tiempos hasta el examen final cuya única pregunta ya conocemos.
¿Has amado?
Y entonces el examinando no habrá de responder, sino mostrar sus manos vacías y el corazón lleno de nombres.
Una vez que Cristo fue sentenciado, el joven de la sábana quiso alejarse de la multitud, salió de la ciudad por una de sus puertas y comenzó a dar vueltas intentando hallar una explicación a lo sucedido. No lo logró. No comprendió la sangre, los golpes, los insultos… No entendió nada hasta que, como quien no quiere la cosa, los pies le llevaron al camino que conducía al llamado Monte de la Calavera. Fue allí, en el sendero del Gólgota, cuando obtuvo la respuesta.
El joven se encuentra con Jesús con la cruz a cuestas.
La joven está frente a la rana y lo que la rodea. Buen plan, una escapada en Semana Santa para visitar ciudades: el jueves, Toledo; el viernes, Salamanca; mañana, Ávila… Trabaja en una oficina que no cierra en Semana Santa, pero este año ha surgido la oportunidad de alejarse unos días de los atascos y aquí está, en pleno Patio de Escuelas, prestando atención a una procesión de esas que no es fácil encontrarse en la gran ciudad. La religión no le quita el sueño, desde luego, pero de vez en cuando reza, y si se casa algún día, será de blanco y por la Iglesia, no faltaba más. Lo cierto es que le conmueve este paso que transita delante de la Universidad, es una imagen de Cristo con la túnica morada, la cruz sobre el hombro derecho y la mirada mansa, casi sonriente. Otro Jesús fue certero en sus palabras: “Las manos no agarran la cruz, la abrazan, apenas sus dedos sí la tocan, pero lo hacen con delicadeza, con cariño, con suavidad, como sólo las manos de un carpintero saben agarrar la madera”. La joven escucha voces femeninas envueltas en el redoble de los tambores y el murmullo del público, que se animan en el esfuerzo de llevar sobre los hombros al Cristo que en el hombro derecho soporta el peso de la Historia. La joven se pregunta por qué no puede ser ella una de esas mujeres que se unen al camino doloroso de Jesús, qué hay de convencido en sus plegarias, qué hay de profundo en sus inquietudes…
¿Quién es este que viene,
recién atardecido,
cubierto por su sangre
como varón que pisa los racimos?
La joven se responde que hay mucha verdad en aquel monte de rojos claveles, de racimos triturados, hechos vino nuevo para los odres nuevos que va esparciendo el Nazareno en su paseo doliente y triunfante por las calles de Salamanca. La joven vuelve al estrés, a las prisas y a los tubos de escape reconfortada por el hombre de la cruz a cuestas, reencontrada a sí misma en las mujeres que le acompañan al atardecer y seducida por el Dios de sus sencillas oraciones.
¿De dónde, con pies sangrantes, avanzas tú, Lagarero?
Del monte de la batalla y de la victoria vengo;
rojo fue mi atardecer, blanco será mi lucero.
El joven no pudo alejarse otra vez de Jesús, que a duras penas aguantaba la cruz, atosigado por los soldados y afrentado por los que no hacía mucho le pedían milagros y le aclamaban como el Mesías esperado por el pueblo.
El joven se encuentra con Jesús en la caída.
El joven se pregunta por qué este año ha venido a ver la procesión de los catorce pasos, esa en la que nunca salen las cuentas de pasos, precisamente a la calle “matacanónigos”, que sin ser canónigo el viento frío también hace estragos en uno, mucho más después de salir de capuchón en un par de procesiones. Chirrían las maderas de La Caída tras la bajada de Calderón de la Barca y una vez trazada la curva de la Catedral de aquella manera tan espectacular en que trazan las curvas las carrozas de ruedas de la Vera Cruz. Sí, he dicho carrozas.
No había Papa ni encíclicas todavía cuando el joven se dio de bruces contra la muerte. Era el mediodía, más o menos. Jesús y los dos ladrones que iban a ser ejecutados con él llegaron a la cima del Gólgota. Permaneció prudentemente alejado, pero sin apartar la vista de los maderos dispuestos para cumplir la pena. Por allí andaban María, las otras mujeres que siempre seguían a Jesús y uno de sus discípulos, el más joven de todos ellos, Juan. La escena era terrible. El silencio de Jesús, los llantos de su Madre y de María Magdalena, la rudeza de los verdugos… Por unos minutos dejó de ver la figura del Maestro. La recuperó ya crucificada, elevándose hasta el cielo triste de Jerusalén.
El joven se encuentra con Jesús en el Calvario.
El joven sale de los oficios en su Parroquia y la procesión se le ha cruzado en el camino a la altura de San Martín, con lo poco que le entusiasman las cofradías. Este año no ha podido irse a la típica Pascua Juvenil que organizaban por ahí, en algún pueblo, todo muy auténtico y muy profundo; y estos de las cofradías, ¿qué manera de celebrar la Pascua es desfilar por las calles? Si esta gente, el resto del año, ni está ni se la espera, vaya folclóricos…
Tomás González Blázquez